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La formación de las esferas: sobre la construcción de los vínculos en los cuentos de Estercilia Simanca Pushaina. Por:María Auxiliadora Balladares


María Auxiliadora Balladares
Caribe excéntrico
Profesor Juan Duchesne Winter
Trabajo final
19 de diciembre, 2011

Los cuentos de la escritora wayúu Estercilia Simanca Pushaina, “Manifiesta no saber firmar. Nacido: 31 de diciembre” y “Encierro de una pequeña doncella” evocan la vinculación entre el niño o la niña con sus mayores y, de forma particular, con sus abuelos. Los dos extremos de las edades del ser humano –el niño y el viejo– se unen en la convivencia a través del aprendizaje y la enseñanza; se establece un flujo de saberes y afectos a través de los cuales se construye una vinculación profunda. Leeremos esta convivencia en función de la imagen de las esferas propuesta por Peter Sloterdijk, en particular en lo que respecta a los “Seres humanos en el círculo mágico” (capítulo III de Esferas I). La relación del niño con sus mayores se vislumbra como fundamental en los textos porque de ella se desprenden nuevas posibilidades para el sujeto wayúu. En primer lugar, es a través de esta relación que la tradición de la etnia wayúu persiste y se extiende entre las jóvenes generaciones. Segundo, gracias a la solidez de ese vínculo abuelo-nieto, que podríamos llamar secundario, es posible que se abra el camino para emprender la vinculación primaria entre el niño o el joven wayúu y la naturaleza. Finalmente, permite que se asienten las bases para una vinculación afectiva entre ese sujeto wayúu y su comunidad. Entendemos por afecto lo que Jon Beasley-Murray propone: “En palabras de Deleuze, ‘los afectos no son sentimientos, son devenires que desbordan a aquél que los vive (quien se vuelve, de este modo, otro)’. El afecto recoge las singularidades y los objetos parciales, al redistribuirlos y recomponerlos en nuevos y experimentales grupos y colectividades […] Entusiasmados, nosotros (pero ya no un ‘nosotros’, sino otro, otra colectividad) aumentamos la capacidad de afectar y ser afectados” (46). El hecho de afectar y ser afectado nos lleva a pensar en los alcances de estos dos cuentos, más allá de los límites del análisis narrativo. En este sentido, nos enfocaremos en el documento que es la “repuesta” del Estado a los cuestionamientos planteados por Simanca Pushaina a propósito del vicioso proceso de cedulación que durante décadas se llevó a cabo con la población wayúu. Esta respuesta fue publicada en la plaquette de “Manifiesta no saber firmar”. Reflexionaremos, siguiendo a Flatley y Rancière, cómo a través del cuento se logra, en primera instancia, el reconocimiento de una experiencia común del pasado –generadora de dolor y melancolía–, y, luego, cómo a través de un consciente giro ético en relación al uso y circulación del producto literario, éste puede devenir herramienta que resarce el daño producido.

“Manifiesta no saber firmar. Nacido: 31 de diciembre” abre con un prólogo escrito por la misma Simanca Pushaina en el que explica por qué ha escrito este relato. La razón está vinculada con una experiencia de su niñez. Desde pequeña, cuenta, le llamó la atención el hecho de que casi todos los miembros de su familia, en sus documentos de identidad, manifestaran no saber firmar y haber nacido el 31 de diciembre. A sus siete años decidió enseñar a su abuelo a escribir. El proceso fue largo porque el abuelo no se mostró demasiado entusiasta, pero finalmente aprendió a firmar, con palotes, su nombre. Un tiempo después, cuando su abuelo debía firmar el recibo del diploma que lo acreditaba como campesino colombiano, dejó que los cachacos entintaran su dedo y estamparan su huella en el recibo. Confesó luego a su nieta que “él ya estaba muy viejo para hablar con el papel (escribir) y tampoco el papel quería hablar con él (leer)” (3). Esta anécdota refleja cómo el recuerdo de la figura del abuelo es para la autora una suerte de catalizador de la escritura. Inicialmente se plantea que la nieta es quien quiere transmitir al abuelo un conocimiento que él no posee, el del lenguaje escrito; sin embargo, es el abuelo, a través de un lenguaje metafórico que la nieta recrea años después en su prólogo, quien explica a la entonces niña que ya no está interesado en aprender a leer ni a escribir. El conocimiento que será trascendental se observa en dos momentos en este intercambio. Primero, la niña incorpora a su acervo la idea de que los objetos del mundo, así como las personas, se comunican, poseen la cualidad de “hablar” –y de paso informa al lector sobre este aspecto de la cosmología wayúu. Segundo, entiende que el abuelo ha hecho una elección y que no es con las letras que le interesa entrar en diálogo, sino con otros objetos del mundo, con otras experiencias vitales. Su lógica es esencialmente otra con respecto a la de los alíjunas (los no wayúus) y así, para él, la vinculación con la escritura alfabética no es viable –sabemos que con las generaciones wayúus futuras esto será distinto.

En el cuento, una mujer wayúu va relatando en primera persona un recuerdo de su niñez. En su historia, los políticos llegaban hasta su ranchería, para convencer a los integrantes de su clan que votasen por ellos. La mirada de la niña es de asombro y de credulidad en un primer momento; pero esto va cambiando y con el pasar del tiempo esa niña empieza a sentir un profundo rechazo por los candidatos alíjunas que llegan, hacen promesas de prosperidad y ayuda, pero una vez envestidos de autoridad, se olvidan de sus promesas y reniegan de los indios que solo saben “joder”. Sin embargo, la anécdota del cuento gira en torno al hecho de que en una de las visitas de estos políticos a la ranchería, un día de octubre previo a las elecciones, llevan a todos los del clan hasta la Registraduría Nacional del Estado Civil para que obtengan su cédula de ciudadanía y puedan votar. Ella también va a hasta el registro y ahí, una voz que no se sabe de dónde sale va dando las instrucciones para que ella y todos los que ahí estaban, aunque se tratase de niños que claramente no alcanzaban la mayoría de edad, recibieran una cédula en donde se estipulaba que tenían dieciocho años y, por lo mismo, tenían el derecho al voto. El cuento cierra remitiéndonos al presente de la voz narrativa: la mujer ya adulta, cuando sus hijos le preguntan por qué no sabe firmar, responde que la escuela le quedaba muy lejos y que ella debía recoger leña. La imagen del “candidato” permanecía pegada en la puerta y ella la contempla con pena, con la certeza de que el discurso del político ha sido desde siempre esencialmente una mentira.

La anécdota del prólogo se contrapone a la del cuento. En éste último queda claro que el vínculo entre los indios de la ranchería y los políticos es, más que inestable, inexistente. Esa voz del registro civil, cuyo origen la protagonista no logra determinar, nos brinda luces sobre el hecho de por qué no es posible ese vínculo:

Nombre, Coleima Pushaina, ¿Trajo partida de bautismo?, No, se me perdió. No importa, ponle ese nombre, gritó alguien de alguna parte de ese lugar, y que también nació el 31 de diciembre, agregó. ¿De qué año?, preguntó la mujer. Ponle dieciocho años, saca la cuenta, le contestó la misma persona, y así fue. Nombre: Coleima Apellidos: Pushaina; Nacido: 31 de diciembre de 1965; Estatura: 1.60 metros; Señales: ninguna; Lugar y fecha de expedición: Uribia, 1 de enero de 1984. ¿Sabe firmar? me preguntó la mujer levantándose de la silla. No sé, le contesté. Y de nuevo la voz que salía de alguna parte dijo, no pierdas tanto el tiempo, tómale la huella. Tomó mi mano derecha y estampó mi dedo índice en el papel. Ya eres una ciudadana, me dijo, pero manifiesta no saber firmar. (Manifiesta 9-10)

A propósito del concepto de vínculo, el filósofo alemán Peter Sloterdijk cita a Giordano Bruno: “El vínculo no encanta el alma si no es capaz de sujetar y vincular. No sujeta el alma si no la alcanza. No la alcanza si ella no puede ser encantada por algo. En general, el vínculo alcanza el alma por el conocimiento, la sujeta por el afecto, la atrae por el gozo” (207). Esa voz desconocida va disponiendo la identidad de la protagonista sin tomar en cuenta lo que ella tenga que decir al respecto. Claramente, la voz sin rostro responde a los intereses políticos coyunturales y es la encargada de hacer funcionar la maquinaria electoral. Los indios wayúus, a sus ojos, son una masa informe y sujetos deshumanizados, al punto que a la mayoría de ellos se le cambia el nombre y se la somete al ridículo. ¿Qué es el indio para el aparato estatal? ¿Qué le ofrece ese Estado al indio además de una cédula en donde no aparece su nombre sino una burla? Así no hay posibilidad de vínculo, al contrario, el rompimiento es inminente.

En el prólogo, por el contrario, el vínculo entre el abuelo y la nieta se plantea en términos de un ir y venir que se concreta en el diálogo, la comprensión y, en última instancia, el amor. Ese flujo entre los dos dibuja un mundo en el que ambos son inseparables, un lugar, una espacialidad afectiva, en la que los dos cohabitan. Sloterdijk se cuestiona sobre la necesidad de los seres humanos por indagar en torno al “dónde” y observa que éstos crean lugares porque necesitan “un sitio donde poder existir como quienes realmente son” (36-37). Sloterdijk le da a esos sitios el nombre de “esferas” y los define como “un espacio común de vivencia y de experiencia, dúplice y único a la vez […] Vivir en esferas significa, por tanto, habitar en lo sutil común” (51). La comunidad entre el abuelo y la niña puede pensarse entonces como una esfera en la que es posible, a través de un proceso de enseñanza y aprendizaje, aceptar al otro como realmente es. El abuelo permite que le enseñe a escribir, porque entiende que en ella aflore, en ese momento, sus siete años, la necesidad de dejarlo de ver como un ser vulnerable en el contexto de intercambio con los alíjunas. Por su lado, la niña aprende a acoger a su abuelo por encima de esa vulnerabilidad como un sujeto íntegro, cuyo analfabetismo viene a cuento sólo en tanto él sea observado en función de un proyecto de organización alíjuna, llámese educación, censo o cualquier otro proyecto de Estado. La esfera entre ambos es sólida, porque al final el abuelo, que es hombre sabio, logra que la nieta lo acoja en su real dimensión. Miguel Rochas Vivas se refiere a los abuelos y abuelas y en general a la gente mayor de gran autoridad como las personas que suelen estar más cerca de los menores que sus propios padres, en la cultura wayúu (197). Los abuelos son un referente determinante porque son quienes cuentan las historias a sus nietos y a través de ellas los van introduciendo en el universo de las tradiciones y creencias wayúus. Son quienes, a través de una forma determinada de relacionarse con los objetos del mundo, reflejada en una particular forma de lenguaje, ofrecen a los niños la posibilidad de relacionarse de primera mano con el mundo natural que los rodea e ir entendiendo los rasgos distintivos de esa relación. Los abuelos, al ser los primeros referentes sociales de los niños, son los encargados de forjar en ellos, desde su más temprana edad, el sentido de lo comunitario: con la naturaleza y con los otros wayúus.

La modernidad, señala Sloterdijk, desde el momento en el que el modelo geocéntrico se viene abajo, ha implicado dejar de vivir dentro de la esfera, protegidos por las cubiertas celestes, y empezar a vivir en su superficie, rogando “a la fuerza de gravitación que no te abandone, olvidando cualquier idea de regazo y cobijo” (33). Desde entonces, en Occidente, la esfericidad de los vínculos se ve constantemente amenazada ante la inminencia del descentramiento y la existencia en “autoarresto individualista”. En contraposición a las consecuencias que este “descubrimiento” genera en el sujeto moderno occidental, señala el filósofo que la regla entre los seres humanos es la fascinación de los unos por los otros, la intersubjetividad, el “contagio afectivo”. Esto responde a “un pasado-de-dúplice-unicidad oscurecido, pero jamás olvidado del todo y siempre inflamante” (201), un pasado que nos remite a la relación arcaica del feto y la madre y a un “magnetismo animal”, según el cual cada elemento de la naturaleza afecta al otro. Una práctica terapéutica invitaría entonces a abrir el camino, el vínculo que une a la persona a la naturaleza para encontrar en esta última el remedio al mal, al daño. En “El encierro de una pequeña doncella”, que ha sido catalogado, publicado y premiado como un cuento infantil, Simanca Pushaina presenta un retrato de la práctica wayúu del encierro de la niña o adolescente para iniciarla en ciertas labores y costumbres que le permitan desenvolverse como mujer. En el cuento, el encierro de Iwa dura tres años y al inicio la princesa wayúu opone resistencia y reniega de su nueva situación. Su encierro la ha obligado a separarse de los hombres importantes en su vida –como su tata o Jimaay, un muchacho del que está enamorada. Hacia el final del relato, se observa cómo ella va adquiriendo ciertas destrezas y habilidades que se le transmiten no sólo a través del contacto con su madre y sus institutrices (entre ellas, una tía abuela), sino a través de los sueños. El punto de inflexión que marca el paso del desdén a un afán por aprender ocurre justamente cuando a Iwa se le revela en sueños la imagen de Waleket, la araña tejedora. Según cuenta la leyenda wayúu, ella es en realidad una doncella que se convirtió en araña porque su protector, un cazador que la salvó del desamparo al llevarla a su ranchería, la encontró tejiendo los telares que le entregaba en agradecimiento, pero con hilos salidos de su boca. La perspectiva narrativa de esta historia es la de una niña, como la del cuento anterior, ante quien se va develando un mundo nuevo de saberes. En este caso, la imagen del encierro invitaría a pensar en una persona que no tiene acceso a ese mundo natural que es determinante para el wayúu; pero Simanca Pushaina echa mano de este impedimento para insertar en la historia otro de los aspectos centrales de su cultura. A Iwa, la naturaleza se le revela en sus sueños. Ella sueña con la araña de la leyenda wayúu que se le aparece aparentemente sólo a aquellas mujeres que están destinadas a ser excelentes tejedoras:

En la madrugada Iwa soñó con una araña que al descender de un hermoso árbol, se convertía en una doncella. La doncella desconocida halaba hilos de colores de su boca, y hacía hermosos tejidos. Iwa, en el sueño, se le acercó y vio cómo la doncella hacía con sus delicadas manos tejidos que las viejas Yotchón y Jierrantá jamás habían hecho, figuras desconocidas para Iwa, pero que se asemejaban a las figuras que tejía una artesana de Nazareth, que Iwa había visto algunas veces en Uribia. Iwa, pidió a la doncella desconocida que le enseñara; ésta sacó más hilo de su boca y le enseñó a Iwa las puntadas que no aprendía con las viejas Yotchón y Jierrantá. (9-10)

En el cuento, se crea una vinculación afectiva, atravesada por el aprendizaje, entre Iwa y la naturaleza. Ahora son mujeres mayores quienes hacen las veces de iniciadoras. Ese vínculo Iwa-naturaleza, revelado en el sueño, tendrá a su vez una importante injerencia en la que será la relación de Iwa con su comunidad. Al terminarse el encierro, Iwa regala a los invitados al festejo bolsos tejidos por ella misma. Ese ritual revela que a partir de ese momento se ha sellado un pacto entre Iwa y su comunidad. El individualismo ya no es posible porque ella se ha preparado durante tres años de encierro para luego entregarse al colectivo. Volviendo a la imagen del feto en el vientre de la madre, en alguna medida, el encierro podría leerse como el tiempo de una intimidad dualística con las mujeres mayores, para el eventual nacimiento en comunidad. En el aislamiento ha pulido su vínculo con el prójimo o se ha terminado de cerrar la esfera en la que ella es una con los suyos.

En este relato, el sueño con el animal es muy elocuente porque la niña deviene araña, en el sentido en el que Deleuze y Guatarri se refieren a la posibilidad de devenir animal. El animal de manada y afectos es el que crea multiplicidad, devenir, población, cuento. En el sueño, Iwa aprende a tejer porque la araña le enseña a hacerlo. Ese aprendizaje que le permite a ella ser, por contagio onírico, la que posee el conocimiento y la habilidad del animal es la forma a través de la cual, decíamos, se sella la esfera en la que Iwa se vincula a su entorno natural. El devenir animal le permite hacer carne de su carne esa relación con la naturaleza, que, de otro modo, estaría condenada a una superficialidad demasiado frágil, intercambiable, prescindible. Dice Deleuze “el afecto no es un sentimiento personal, tampoco es un carácter, es la afectación de una potencia de manada, que desencadena y hace vacilar el yo” (246). El yo que vacila aquí es el yo volcado sobre su propia individualidad.

En “Manifiesta no saber firmar”, se percibe cómo el yo narrativo va formando su opinión sobre los “Candidatos”, y pasa de una suerte de encantamiento amoroso que nace en el beso que el Candidato le diera cerca de la boca al desencanto ante la negativa de ayudarlos cuando Toushi, su abuelo, se enfermó. El deseo erótico, individualizado de la niña por ese hombre, troca en un deseo de reivindicación comunitaria. De ahí, por ejemplo, que no sea gratuito que la niña se burle de la lógica de los epítetos de los alíjunas. Su burla es una respuesta o contrapeso al maltrato del que su comunidad ha sido víctima con los cambios de nombres en las cédulas: “Esa vez llevaron unos papeles grandotes que tenían la imagen de ese hombre que se llamaba ‘Candidato’. Ellos tienen nombres extraños, por lo que nada de raro tendría que ese señor se llamara así […] cambian de nombre cuando llegan a vivir a esa casa porque la mayoría termina llamándose ‘Señor Gobernador’ […] ¿No saben ellos que tantos nombres pueden causar confusión” (6-7). La narradora hace énfasis en lo risible de llevar el epíteto de “Señor Gobernador”: es un nombre hueco que llevan uno y otro alíjuna y que antes que investir a un hombre trascendente para el pueblo que votó por él, esconde a alguien a quien “el alma le ha cambiado” para mal una vez que accede al poder. En términos narrativos, este efecto se logra a través de una postura fenomenológica que obliga al lector, no a detenerse en la “ingenuidad” de la narradora, sino a observar cómo el ejercicio del poder político está vaciado de sentidos porque no se vuelca sobre la comunidad, sino sobre sí mismo; el fin de la política, para esos hombres, es la política misma.

¿En qué otros momentos de los textos de Simanca Pushaina es posible vislumbrar una lógica de los afectos? En la plaquette que contiene “Manifiesta no saber firmar”, se adjuntó la primera página de un oficio bajo el título de “Lo que dice el Estado” sobre el horror de los nombres cambiados en las cédulas de los wayúu. En este oficio dirigido a la escritora Simanca –quien es abogada de profesión y, según el diario en línea Notiwayuu, “actualmente exige al estado una jornada de rectificación masiva en muchas rancherías donde habitan indígenas wayúu pues, sostiene, hay personas que aún conservan hasta cuatro identidades” (“Cédulas”)–, se lee lo siguiente: “cuando se llevan a cabo las campañas de Registro Civil a ciudadanos indígenas wayus, hay una persona encargada de traducir todo lo señalado por cada uno de ellos, a razón de su idioma. Ahora bien, la fecha indicada por usted, “31 de diciembre” en la parte de nacido, es la fecha que dan a conocer los ciudadanos cuando se registran” (Manifiesta 10). El efecto que produce publicar junto con el cuento esta respuesta es de absoluta desazón ante la constatación de la incapacidad no sólo de hacerse cargo, sino de oír. Ante una respuesta que niega una realidad que se palpa claramente a través de un texto que podríamos llamar, siguiendo a Barbara Foley, “ficción documental”, la desconfianza ante el Estado como ente regulador se hace patente. La carcajada que genera escuchar los nombres alterados de los wayúus, tiene un eco en la negativa de la instancia estatal de reconocer la ignominia. De esta manera, observamos que si bien el cuento genera afectos dentro del universo narrativo, también los genera extra o supra-literariamente. El lector está siendo convocado ante la denuncia de una realidad que, por lo demás, ha afectado a varias generaciones de hombres y mujeres wayúus.

Jonathan Flatley ha procurado leer, en tres novelas de diferentes tradiciones literarias de Occidente, cómo se rastrea un pasado común de dolor y de opresión que permita comprender los orígenes históricos de la melancolía compartida con otros en el presente enunciativo de cada uno de esos textos literarios. Para Flatley, el “mapa afectivo” que estas obras esbozan les permiten a los tres autores y a sus lectores la conversión de una melancolía depresiva en una forma de estar interesados en el mundo. Siguiendo a Benjamin, Flatley señala que la melancolía no es más un problema personal sino la evidencia de la historicidad de nuestra subjetividad; es el lugar compartido por otros que, en términos sociales, han sufrido las mismas pérdidas. Pero Benjamin critica la melancolía que lleva a la inacción y a la complacencia; critica –en palabras de Flatley– la imposibilidad de acción política cuando se da un placer del radicalismo político cínico e indulgente. El pasado opresivo al que nos remite Simanca es demasiado cercano. Durante su visita a la Universidad de Pittsburgh, mencionó que se sabe de algunos casos de cedulación problemática en esta última década, aunque ya son muy escasos y que la mayoría de ellos ocurrieron hace cuatro, tres y dos décadas. La cercanía temporal de los hechos narrados no permite que éstos puedan ser analizados con absoluta objetividad, pero lo que sí permite es que se tomen acciones concretas para resarcir el daño. Es inevitable pensar que el asunto de la cedulación es la punta de un iceberg que nos remite a un problema mucho más de fondo: la risa oculta racismo, o quizás el racismo se evidencia en la risa. La violencia simbólica de cambiar el nombre de estas personas por expresiones ridículas –Rafael por Raspahierro, Castorila por Cosita Rica, Anuwachón por Jhon F. Kennedy, Cotiz por Alka-Seltzer, etc.– revela que el wayúu es tratado como un ciudadano de segunda clase. El proyecto de Estado-nación es un proyecto excluyente y muchas de las políticas y leyes promulgadas para respetar el espacio y la dignidad de los pueblos indígenas se revelan como inservibles o vulnerables. La narradora de “Manifiesta no saber firmar” aprende a desconfiar de los sujetos que representan el poder del Estado, pero esa es una desconfianza que no tiene sus orígenes históricos en el XX en el contexto de los procesos de cedulación, sino siglos antes. De qué sirve ser ante el aparato regulador un ciudadano si es que de la mano de ese reconocimiento va la condena de ser un “ciudadano menor”. Como dice Rancière, “there is no status for the excluded in the structuration of the community” (116). Esta es una historia sobre la que la literatura latinoamericana se ha volcado una y otra vez desde el indigenismo en las primeras décadas del siglo pasado. ¿Sirve de algo volver la mirada hacia atrás, evidenciar las tragedias y los abusos?

En el caso del cuento de Simanca Pushaina debemos tomar al menos dos aspectos en consideración. El primero, aquí la escritora es una mujer wayúu que busca que el Estado se haga cargo de los daños causados a su pueblo y utiliza el texto literario como una herramienta más, al punto que es significativo el hecho de que no haya publicado un libro de cuentos, como suele ser la tradición en estos casos, sino que “Manifiesta no saber firmar”, por ejemplo, se ha publicado como plaquette. El objeto físico, la plaquette, a diferencia del libro, propone de entrada la posibilidad de una lectura diferente; sobre todo, me parece que invita a que no posterguemos su lectura. El segundo punto a considerar es que el cuento tradicional se centra en una sola acción principal y así ofrece una focalización que otros géneros narrativos como la novela no ofrecen. A la autora de este cuento, a pesar de que es consciente del pasado de abusos y opresión, no le interesa sino concentrar toda su energía discursiva en el asunto de la cedulación. Así, el cuento guía nuestra mirada hacia atrás, pero no hacia un atrás inabarcable por su enormidad, sino a un momento del pasado cercano muy concreto, sobre el cual no sólo Simanca Pushaina puede tomar acción, sino que cualquier otra persona que se sensibilice ante los hechos narrados puede hacerlo. En este sentido, es relevante pensar, por ejemplo, en el documental de Priscilla Padilla Farfán inspirado en el cuento de la escritora wayúu, Nacimos el 31 de diciembre. Después de leer el cuento, pero sobre todo después de mirar el documental, queda claro que es posible la reivindicación, en función de la agencia, no ya del Estado, sino del propio Rafael Pushaina y su nieta.

“Encierro de una pequeña doncella”, por su lado, invita a mirar hacia atrás en función de una tradición wayúu que se está perdiendo. El tiempo dirá si el encierro persiste o no entre los wayúus, pero, en todo caso, la posibilidad de que las nuevas generaciones abracen la tradición parece ser una de las invitaciones que plantea el texto de Simanca. En ese sentido, no es gratuito, como mencionábamos antes, que éste sea un cuento para niños. Si bien el público lector al que apunta la publicación parece no ser precisamente de habla wayuunaiki, al menos puede llegar a ese sector de la población que se reconoce wayúu, pero que se ha ido alejando de la tradición y el idioma. En el mapeo afectivo que Simanca Pushaina lleva a cabo en sus cuentos, aquellas instancias de la vida social con las que el wayúu o la wayúu no puede entablar un vínculo –construir una esfera, en términos de Sloterdijk– se vacían de sentido; y se llenan de sentido esas otras instancias de la vida colectiva en las que el wayúu o la wayúu puede asentar las bases para la permanencia y el respecto de sus tradiciones.

Hemos observado cómo la obra literaria de Simanca Pushaina se lee desde el reconocimiento constante de las relaciones “esféricas”, unidas por vínculos profundos contrapuestas a esas otras instancias de la vida social en las que el sujeto wayúu no se puede reconocer y que por lo mismo no busca aprehender. Sus textos cumplen con ciertas características por lo que los hemos analizado dentro del ámbito del género cuentístico. No nos ha interesado problematizar estos textos a propósito de su adscripción genérica. Quisiéramos detenermos más bien, para cerrar la propuesta que hemos venido desarrollando a lo largo de este ensayo, en la idea del giro ético de la estética planteada por Jacques Rancière. El genocidio judío, para Rancière, es el punto inflexión claramente visible en las formas de hacer política y estética en la modernidad occidental: “So there are two features that caractherize the ethical turn. The first is a reversal of the flow of time: the time turned towards an end to be accomplished – progress, emancipation, or the other – is replaced by that turned towards the catastrophe behind us. But it is also a levelling out of the very forms of that catastrophe” (119). El problema no es si la catástrofe es representable o no, sino “to know what one wants to represent and what mode of representation is appropriate to this end” (125). En este sentido, si pensamos en los dos cuentos de Estercilia Simanca Pushaina como productos estéticos, no podemos dejar de notar que en ellos la conciencia del prójimo, de la colectividad, de los vínculos con la naturaleza hace que sea ineludible una lectura que no pierda de vista la cuestión ética. Nos parece que en el proyecto de esta escritora hay una clara intencionalidad por dar cuenta de una situación de opresión lamentable y terrible, pero su representación es muy cuidadosa porque no abre el espacio para paternalismos en torno a la figura del wayúu. Esto lo logra al recrear un mundo social que se maneja con su propia cosmología y en donde se preservan algunas tradiciones que marcan fronteras claras con el mundo social alíjuna. De paso, en su narración va mostrando las costuras de un proyecto de Estado-nación que debe ser cuestionado, porque aunque en términos constitucionales establece la protección del espacio y la autonomía de los pueblos indígenas, no ha creado las instancias pertinentes para responder a los reclamos ante los abusos cometidos contra estos pueblos en el pasado cercano. La fuerza de estos cuentos, parafraseando a Rancière, reside en su capacidad de ser litigiosa.

“Manifiesta no saber firmar” y “Encierro de una pequeña doncella”, más allá de los universos narrativos que recrean, dejan una puerta abierta para que el lector alíjuna pueda entablar vínculos afectivos con el wayúu. Queda latente la posibilidad de una relación en la que, como diría Vito Apushaina, se contrabandean sueños, imágenes, sentires de su cultura con las personas que tengan la voluntad de acogerlos.


Bibliografía

- Beasley-Murray, Jon. “El afecto y la poshegemonía” en Estudios 16:31 (enero-junio 2008): 41-69.
- Beverley, John. Testimonio. Sobre la política de la verdad. México D.F.: Bonilla Artigas Editores, 2010.
- “Cédulas de identidad que se burlan del pueblo wayuu” en Notiwayuu. Acceso el 16 de diciembre, 2011 desde http://notiwayuu.blogspot.com/2011/09/cedulas-de-identidad-que-se-burlan-del.html.
- Deleuze, Giles y Félix Guatarri. Mil mesetas. (5ª ed.) Valencia: Pre-Textos, 2002.
- Flatley, Jonathan. Affective Mapping: Melancholia and the Politics of Modernism. Cambridge: Harvard University Press, 2008.
- Rochas Vivas, Miguel. “Wayuu. Introducción” en El sol babea jugo de piña. Miguel Rochas Vivas (comp.). Bogotá: Ministerio de Cultura, 2010, pp. 181-215.
- Simanca Pushaina, Estercilia. Manifiesta no saber firmar. Nacido: 31 de diciembre (plaquette).
- ---. “Encierro de una pequeña doncella” (fotocopias).
- Rancière, Jacques. Aesthetics and Its Discontents. Malden: Polity, 2009.
- Sloterdijk, Peter. Esferas I. (3ª ed.). Madrid: Siruela, 2009.

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